domingo, 6 de marzo de 2011

Tradiciones y turismo sostenible: la botijuela


“A veces me escribe la infancia/una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?”, estos versos del poeta alemán Michael Krüger (de su libro Previsión del Tiempo) resumen bastante bien el espíritu de la fiesta que hace una semana celebró mi pueblo: la botijuela.
Parafraseando a otro gran poeta, Don Antonio Machado, mi infancia no son recuerdos de un patio sevillano, sino recuerdos de olivar, de trabajo compartido, de espuertas de aceituna, de fardos pesados y de esas botijuelas que ahora me doy cuenta de que cada vez se celebran menos.
Mi pueblo es un pequeño pueblo de la Sierra Morena cordobesa: Adamuz. El refranero popular le añade siempre “tierra colorada de los fenicios”, pero parece ser que el nombre procede del árabe. Se encuentra a unos 240 metros de altitud sobre el nivel del mar y está circundado de olivos. Nuestro aceite ha conseguido ser denominación de origen y, para mí, que en esto ni puedo ni quiero ser objetiva, es el mejor aceite del mundo.
En torno al olivar ha girado durante siglos la vida de mi pueblo y la botijuela es una de esas tradiciones transmitidas de generación en generación. La botijuela era una fiesta que se celebraba cada año al final de la temporada de la aceituna. Era el momento de reunirse todos y compartir algo más que los afanes de la labor diaria. Las botijuelas de mi infancia eran una gran comilona en el campo con los compañeros de fatiga. Pero por lo visto, no siempre fueron tan copiosas.
Me cuentan mis mayores que cuando tenían ocasión de “pillar” al señorito (al dueño de la finca, para los que no estéis familiarizados con los términos latifundistas andaluces) la mujer o las mujeres más valientes le “echaban el pañuelo”, es decir, le ponían un pañuelo al cuello y le preguntaban por quién iba a pagar la botijuela. El señorito no dudaba en afirmar: “mi cartera”. Y a partir de ahí todo dependía de la generosidad del mismo: unos dulces, anís y poco más. Bastante lejos de las comilonas de esas tarjetas postales que me escribe mi infancia.
Los tiempos han cambiado. La propiedad de la tierra se hace cada vez más pequeña. Y cada vez hay menos manos adamuceñas recogiendo la aceituna. Así que las tradiciones se pierden. Por ello y para promocionar el turismo y nuestro aceite de oliva (¡con denominación de origen!) el Ayuntamiento y la gente del taller de empleo “Adamuz, turismo sostenible y gestión medioambiental” organizaron la semana pasada una botijuela bastante peculiar y la mar de entrañable.


El día empezó bastante frío y con mucho viento, pero poco a poco el clima se fue uniendo también a la fiesta. Para empezar el día con buen pie nada como un cantero. El cantero es una receta bastante sencilla y absolutamente maravillosa. Se trata de pan con aceite, acompañado de bacalao. Delicioso. Con el estómago lleno la vida se ve de otra manera, claro está.



Después del desayuno molinero empezó la fiesta. Estaba claro que en una fiesta de tales características no podía faltar el pregón. El encargado de inaugurar esta fiesta fue el “cronista oficial” de Adamuz, Domingo García, escogió para ello unos versos en los que relataba la vida de los aceituneros. “El aceite es nuestra vida, nuestro pan, nuestra costumbre, el que le da nombre a Adamuz, el que enciende nuestra lumbre. Aceituneros, aceituneras, gente noble, gente obrera, recogiendo la aceituna por toda nuestra sierra”.

Y en Adamuz, además de “cronista oficial” también tenemos “presentador oficial”, Alfonso Ángel Serrano, que le pone a todo su particular sentido del humor y nos ameniza todo tipo de eventos. También estuvo esta vez al pie del cañón, pasando frío y hasta hambre, pero valió la pena.

Ángel Cepas, vecino del pueblo, fue uno de los encargados de recordarnos otra de las tradiciones más arraigadas de nuestro pueblo: los canastos hechos con varetas de olivo. Las formas de estos canastos pueden ser tan variadas como la imaginación del que los realice. Mi padre que, aunque no estaba en el taller, es un auténtico maestro de este arte, incluso me ha hecho una estantería con varetas. Una verdadera obra maestra que constituye uno de mis tesoros particulares.



Algunas mujeres de mi pueblo (Bea, Paqui, Agustina, Mari y Leo) fueron las encargadas del taller de elaboración de jabón con aceite de oliva reciclado. El famoso “jabón de las casas” que mi madre siempre ha usado como remedio infalible contra las manchas y como lo mejor para la piel. Ajena totalmente a la moda de los jabones naturales, mi madre siempre ha estado adscrita a ella por pura convicción. En el taller de jabón se entregaba un trozo a cada uno de los que se acercaban por allí y además te explicaban cómo elaborarlo uno mismo. Estoy deseando juntar un litro de aceite usado para ver si he entendido la lección, jeje.


Luego vinieron los bailes a cargo de la academia Caty Reyes. Las alumnas y el alumno se arrancaron por bulerías, por sevillanas, por alegrías y hasta por rumbas. Después, las mayores de la academia nos ofrecieron una representación de las tradiciones asociadas a la botijuela y a la aceituna. “Recogieron” aceituna, teniendo que obedecer a un manijero (una especie de encargado o de capataz) un poco quisquilloso, le echaron el pañuelo al señorito y bailaron diversos bailes tradicionales. Quizás uno de los más divertidos (y que yo desconocía por completo) consistía en intentar quemarle a una de las “aceituneras” una cola de papel con un candil. Al acabar, roscos, pestiños y fruta jeringa para todos. Y, después, todas en corro a jugar: botijo viene, botijo va; hasta que se rompió.









El “señorito” me confesó por la mañana “a ver cómo se me da lo de burgués” y es que, militante del PCE de toda la vida, había estado en la cárcel franquista por “rojo”. Pero la verdad es que al final se le dio la mar de bien.
Y con tanta emoción se nos había abierto el apetito. El Ayuntamiento ideó un “bono gastronómico” para promocionar los bares del pueblo. El bono costaba cinco euros en los que entraban cuatro tapas en el bar del pueblo que quisieras (cada bar tenía una lista de tapas entre las que se podía escoger) y un plato de carne de monte. Además, se celebró un concurso de “salmorejo adamuceño”. El “salmorejo adamuceño” nada tiene que ver con el “salmorejo cordobés” (que para nosotros se llama “coña”) sino que es un plato a base de harina, patata, bacalao y las verduras que le quieras echar (espárragos, setas, vinagreras, etc). Es un plato bastante contundente porque era lo que tomaban los aceituneros para empezar el día y afrontar la dura faena con energía. Os invito a que lo probéis porque es una auténtica delicia gastronómica.


La tarde de esta peculiar botijuela fue de lo más entretenido: paseos en mulo por el pueblo para los pequeños (y los no tan pequeños), la actuación de nuestros dos coros romeros (el coro Peregrinos de María, enrolado en plena grabación de su disco, estuvo tan magnífico como siempre y es que cada vez lo hacen mejor), la actuación de los cantaores locales, el desfile de trajes de gitana de la academia de Sebastián Marín y la música del fin de fiesta.


Una jornada de compartir y de recordar. “Me estoy poniendo malo”, le decía un compañero de aceituna a mi madre, “de recordar lo que éramos y de ver lo que somos”. Sin embargo, yo creo que somos lo que somos gracias a lo que éramos y a lo que fueron nuestros mayores.

2 comentarios:

  1. No hay mejor manera de describir todo lo ocurrido aquel día de conviviencia. Has hecho que lo vuelva a revivir, eso sí, de manera más calmada.
    Espero verte la próxima vez, pero sin tantos jaleos, para que podamos hablar tranquilos.

    Un beso muy grande!

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  2. Aquí hay cosas que ya sabía por habérmelas contado mí padre o mí madre, pero hay detalles que no los había escuchado nunca y me parecen muy interesantes y entrañables. Mañana mismo se lo comento a mis padres para recordarlo...
    Buen artículo primita.

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