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martes, 29 de junio de 2010

Poniendo en valor

Poner en valor. Ésa era la expresión que utilizaba una gran amiga mía (una gran arqueóloga en proyecto, además) cuando hablábamos de patrimonio esta navidad. Me quedé pensando en esa expresión y en la sabiduría que encierra e incluso se la robé en una entrevista que me hicieron.

Estos días he vuelto a recordarla. Y es que me he dado cuenta de que los eslovacos, aunque probablemente no lo sepan, saben hacerlo perfectamente. Poner en valor.
El pueblo en el que yo vivo es pequeño (apenas 16.000 habitantes), aunque aquí sea algo así como una gran urbe. El pueblo en el que yo vivo en sí no es nada del otro mundo: bloques de pisos soviéticos horrorosos, megacasas cerca de chabolas, un par de iglesias de cada confesión (que a una española amante del barroco y que ha dedicado 3 meses de su vida a recorrer Italia de punta a punta no impresionan mucho, la verdad) y poco más. Sin embargo, le sacan un partido estupendo.

Lo que tiene más valor en el pueblo es el castillo (cuya última habitante está profundamente ligada a Sevilla, tal y como os conté recién inaugurado este espacio). El castillo de Stará L’ubovña es uno de los más bonitos que he visto en mi vida y el mejor conservado de todos los que he visitado. Desde arriba contempla al pueblo, majestuoso, como si el tiempo no hubiera pasado por él. Es realmente asombroso. Y, de noche, cuando está iluminado es un espectáculo digno de ver. Yo, dada como soy a imaginaciones inútiles, a menudo reconstruyo en mi mente cómo sería la vida de aquel castillo. Cierro los ojos y me traslado en el tiempo y paso horas inventando historias fantásticas.

Si este castillo estuviese en España, estoy segura de que estaría completamente abandonado. Hace algún tiempo hice la ruta de los castillos de los templarios en Extremadura por recomendación de una amiga. Me fascinaron a la vez que me asombró el que estuvieran totalmente dejados de la mano de Dios. Algún tiempo después, visité algunos castillos de la provincia de Toledo y exactamente igual.

Afortunadamente, esto no es España y aquí miman sus recursos como si se tratara de hijos. Así que si uno tiene un castillo, lo mejor es aprovecharlo.
Con la llegada del buen tiempo, los eslovacos están deseando salir a disfrutar de los pocos rayos de sol que hay (aunque cuando hay, pegan fuerte). Así que en las últimas semanas organizamos la gymkana en el bosque de la que os hablé en otra entrada y un concurso escolar en el castillo. En el concurso había que superar diversas pruebas (desde subir una colina cargado con cubos de agua hasta escalar a lo alto de una de las torres pasando por juegos típicos eslovacos) en las que ibas consiguiendo llaves. Evidentemente, ganaba el que más llaves consiguiese.
Disfruté como una enana (era la fotógrafa oficial del evento y me pasé todo el día dando vueltas por el castillo y hablando con la gente) y me pareció una idea magnífica el aprovechar de esa manera ese lugar tan especial. Además, en la entrega de premios me vestí de princesita y eso siempre alegra.




La semana pasada tuvo lugar una de las actividades más entretenidas de mi estancia aquí. Pivni-pochod se llamaba, algo así como beber-andar. El marco era incomparable: el parque nacional de Pieniny. Pieniny y el Cerveny Clastor están situados junto al río Dunaj que es el que marca la frontera con Polonia. La idea era simple y divertida: 8 kilómetros, por cada kilómetro una cerveza (una cerveza de las de aquí, entiéndase, es decir, medio litro). Una que es abstemia (o hace lo que puede por serlo) se bebió 7 kofolas (la hermana comunista de la Coca-cola) y 1 cerveza. Al llegar a la meta: gulas (una especie de guiso de patatas), concierto de música tradicional al aire libre, tómbola, conciertillo más bailongo y un concierto de jazz en el que la gente bailó muchísimo y que fue precioso. Así que allí estaba yo, Antonia Ceballos, en un parque natural eslovaco escuchando música folk (que me encanta) y pensando en lo del valor y en lo afortunada y feliz que era. Tan contenta estaba que pensé que sólo por disfrutar de aquel día merecía la pena haber acabado aquí (aunque no esté haciendo periodismo, con lo que me agobia, jeje).


Y este finde, ha sido el finde mágico. El viernes celebramos San Juan con un poquillo de retraso, pero a lo grande. La fiesta era en el “campamento histórico”, una recreación de un campamento militar medieval. Primero, una comedia de enredo divertidísima, muy bella y muy poética. Después, los actores le prendieron fuego a la hoguera de San Juan. En ella, quemé mentalmente todos los malos rollos (que han sido muchos) de los últimos tiempos.


A continuación, un espectáculo de Danza del vientre en el que acabé completamente enamorada de una de las bailarinas. Pero quedaba lo mejor: los juegos con el fuego. Al principio me resultó lo de siempre. Gente que se pasa el fuego por el cuerpo y se tortura con pinchos y cristales. Pero la cosa empezó a mejorar con otro poquito de Danza del Vientre con ¡velas en la cabeza! Y me terminó de conquistar con una pelea de espadas ¡con fuego! Fue lo más increíble que he visto en mucho tiempo.
Después, amigos, risas, intentos de andar con los palos esos tan típicos de aquí, cantos junto a la hoguera y un muy buen sabor de boca.


El sábado por la noche nos fuimos a lo alto de una colina desde la que se divisaba tooooda Stará Lubovña, Nova Luvobña y el maravilloso castillo. De nuevo, hoguerita, amigos, música, pero la noche me tenía reservado algo muy especial. En un punto, me dice un amigo: ven conmigo. Yo cogidita de su mano lo sigo, vienen también mis compis de piso y mi querida Mirka (a menudo pienso que todo esto vale la pena sólo por haber tenido la suerte de conocerla); no sé a dónde vamos. Llegamos a un árbol. Sube, me dice. Yo: ¿estás loco? Sube. Y subo (no sé decirle que no a un niño guapo). Por segunda vez en mi vida me subo a un árbol. Y él empieza a contar que se trata de un árbol mágico. Y yo empiezo a sentir que tiene razón. El silencio de la noche, seis personas subidas al mismo árbol, el castillo a lo lejos (aunque no se vea) y el viento soplando muy fuerte. Y ese viento en mi cara en aquel árbol mágico me recuerda que estoy misteriosa y milagrosamente viva. Me recuerda que soy libre y que puedo emplear mi libertad en lo que quiera. Me invita a seguir soñando y a renovar mis esperanzas. Y vuelvo a pensar que sólo por ese momento todo merece la pena.
Aquella noche pasé un frío espantoso y por la mañana me quemé la carita con el sol, pero no importa porque me sentí más viva que nunca.


(El árbol mágico es el de la derecha)

martes, 8 de junio de 2010

Después de la tormenta, ¿viene la calma?

Después de las inundaciones del viernes y de quedarnos aislados en casa y de no tener agua ni Internet durante dos días, parecía que todo volvía a la normalidad. El sábado la gente trabajó duro para reparar el estropicio. Por la tarde, ya podíamos cruzar sin tener que mojarnos los pies. Hacía un sol esplendoroso. El domingo también hizo un día estupendo, tanto que me puse manga corta sin llevar chaqueta. Ayer fue un bonito día: solecito, reunión, ejercicio y, por la noche, clases de español a la luz de una vela sentada en una terraza disfrutando del buen tiempo.
Hoy ha amanecido un día precioso. Muy cálido. La gente iba por la calle en pantalones cortos e incluso he visto a una chica que llevaba bikini. Parecía el día perfecto para nuestra gymkhana por el bosque. Todo ha empezado bien. Paseíto hasta el centro. Un poco de charla (me han regalado un abrigo precioso que además de encantarme me ha puesto muy contenta). Cargar las cosas en la furgoneta. Subir al castillo. Almuerzo en el restaurante que hay junto al castillo. Una sopa de ajo, son sus migas de pan y su queso de oveja, de entrante. Pollo picante de segundo. No puedo comer más. ¡Y a trabajar! Este es tu puesto. Tienes que controlar que los carteles estén en su sitio. Luego te escapas a hacer unas fotos.
Los niños que no vienen. Yo que busco un papel como loca. Lo encuentro y empiezo a darle forma a una de mis historias. Los primeros niños: tú (“aquí” en eslovaco). Mi historia. Algunas fotos. Y después…
El cielo se nubla y empieza a chispear. Uy, uy, uy, va a llover; pienso (como si hubiera hecho el descubrimiento del siglo). Así que decido ir a hacer fotos en los otros puntos del recorrido antes de que se desencadene la lluvia. Primero, me pierdo. Vuelvo sobre mis pasos y empiezo a ascender por entre un camino bastante enfangado y demasiado ascendente para mis kilos de más. Niños que corren. Alguna foto (no sé si alguna buena). Llego a otro punto de la gymkhana. La cosa iba de hacer nudos. Unas fotillos. Siguiente punto: orientación. Algunas fotos más (pésimas, el cielo se ha encapotado tanto que con esa luz no me sale nada). Chispea. Vuelvo al “refugio”. Y se desata la guerra, quiero decir, la tormenta.
Así que estoy yo, en mitad del bosque eslovaco, en medio de la tormenta más impresionante que he visto en mi vida. Al principio, bien. Al menos, no me ha pillado sola en medio de la nada, estoy con mi monitora, y tenemos un refugio. Lo divertido, nótese la ironía, es cuando llueve tan tan fuerte que el refugio no refugia nada y empieza a colarse el agua por todos los rincones. Y los rayos y los truenos son cada vez más intensos. Decido tomármelo con filosofía y disfrutar, aunque totalmente empapada, de lo hermoso de la lluvia y del olor del campo. Escampa un poco. Vamos hacia el refugio de los nudos, que era un poco mejor. El camino estaba empapado. Me llega el agua a media pierna. Unas risas, jiji, jaja. Escampa otro poco y nos dirigimos hacia el punto inicial de la gymkhana. Allí está la directora con el coche del Centro. Así que después de que me den mi zumito y mi dulce de jengibre por campeona, nos montamos en el coche y al fin llegamos a casa. ¡Qué maravilla estar sequita después de calarse hasta los huesos!