Viajar suele ser una cosa fascinante. “Dinamiza la vida, el saber y la acción”, que diría Ibn Jaldún. Una aventura de la que siempre se aprende algo. Aunque a veces se puede convertir en una auténtica pesadilla.
Tengo que ir a Bratislava. En la embajada hay unos papeles que me urge firmar (una historia demasiado larga, demasiado intrincada y demasiado personal que no viene al caso). Así que después de varias idas y venidas concerté una cita para el miércoles. Llovía sin parar, pero yo tenía una cita en la embajada y mi alto sentido de la responsabilidad me impedía no acudir. Llegue a la estación, esperé a que abriesen la taquilla y entonces me dijeron que había habido un desprendimiento de tierra y que no había trenes, que a las 5 y media (de la mañana, me había levantado a las 3 y media) había un autobús. Comprobé que con el autobús no llegaba de ninguna de las maneras puntual a mi cita, así que me volví a casa y llamé a la embajada.
Me dieron una nueva cita para el viernes (es decir, para ayer). Mi despertador estaba programado a las 3 y media, pero a las 3 me despertó la fuerza inusitada de la tormenta. Llovía a mares, creo que nunca he usado esta expresión de manera más adecuada. Inútilmente albergué la esperanza de que para las 4 y media hubiera parado un poco, pero fue una esperanza vana. Cuando salí de casa, llovía de manera muy intensa y la calle estaba totalmente encharcada. Media hora después llegué a la estación totalmente empapada, incluidas las botas “anti-agua” que me había comprado al principio del invierno. Ya me secaré en el tren, pensé, es un camino largo. Cuando me acerqué a la taquilla de la estación, volví a recibir la misma información que dos días antes. Como, previendo esta eventualidad, había concertado la cita más tarde, me dirigí hacia el autobús. Cinco minutos después de la hora prevista y con inmensas dudas de si salir o no salir por parte de conductor y viajeros, el autobús salió. Cuando había recorrido 6 kilómetros o así, paró en seco, había algo que impedía la marcha, aunque no sé muy bien si era un accidente, un árbol o cualquier otra cosa. Policía, bomberos, una fila de coches impresionante. Cuando vi que no llegaba al tren y que si llegaba a Poprad tal vez no podría volver a Stará, me salí del bus y me fui andando. Más de una hora bajo una lluvia brutal, con altercados de todo tipo, camiones a punto de atropellarme incluidos. Intenté hacer autostop por primera vez en mi vida. Pese a mi aspecto lamentable, o tal vez debido a él, nadie me cogió. Se me rompió el paraguas, claro. Y cuando ya pensaba que nada podía ir peor, llegué a un punto en el que la carretera era un lago, pasó un autobús y el lago pasó de la carretera a mí en décimas de segundo. Continúe mi camino y media hora más tarde cuando bajaba las escaleras para cruzar el puente y estar seca y salva en casa, me encontré con esto:
Di una vuelta considerable y como estaba lo suficientemente empapada, crucé sin pensármelo a través de esto:
El resto del día lo pasé en casa, sin poder bajar y sin Internet. Vi “Don Erre que Erre” de mi querido Paco Martínez Soria, los tres documentales de la serie: “The Corporation. ¿Instituciones o psicópatas?” y otro documental aburridísimo sobre la bolsa, los fondos de inversión y demás. Yo sólo quería acabar aquel horrible día. Hoy, luce el sol (y el barro de la calle).
Que barbaridad.
ResponderEliminarLa embajada ademas de perdonarte por no llegar, debería darte un premio
Uhlik: je to strašné, ako sa ti lepí smola na päty ...
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